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Centro Relojero Pedro Izquierdo

Acta del Fallo del Jurado Concurso Relato Breve P.I.

Pedro Izquierdo

Maestro Relojero
Miembro del equipo
CONCURSO DE RELATO BREVE<O:p</O:p

centro relojero pedro izquierdo’<O:p</O:p

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Acta de Fallo del Jurado<O:p</O:p


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En Madrid, a 16 de Diciembre de 2008<O:p</O:p


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El Jurado del Concurso de Relato Breve “Centro Relojero Pedro Izquierdo”, compuesto por:<O:p></O:p>
<O:p></O:p>
a) Presidente.- D. Luis Montañés Fontenla<O:p></O:p>
b) D. José Arquero Hidalgo<O:p></O:p>
c) D. Fernando Yandiola Clemente<O:p></O:p>
<O:p></O:p>
Ha procedido en esta fecha a la Valoración de los CINCO Originales remitidos, así como a la deliberación y Fallo sobre el otorgamiento de los Títulos de Ganador y Finalista, con lo siguientes resultados:<O:p></O:p>
<O:p></O:p>
A) Valoración de LOS Trabajos:<O:p></O:p>
<O:p></O:p>
El resultado de la Valoración de los Trabajos, mediante el sistema de reparto de 60 Puntos, ha sido el siguiente:<O:p></O:p>
<O:p></O:p>
1.- Relato “POSTGUERRA” …………………………………………………………………………. 4 Puntos.<O:p></O:p>
2.- Relato “TRES MINUTOS EN LA VIDA DE UN CANALLA”………………………… 10 Puntos.<O:p></O:p>
3.- Relato “AHORA QUE MI RELOJ ADELANTA”…………………………………………. 19 Puntos.<O:p></O:p>
4.- Relato “DOS Y DIEZ”……………………………………………………………………………… 16 Puntos.<O:p></O:p>
5.- Relato “FIN DE LA CUERDA”………………………………………………………………….. 11 Puntos.<O:p></O:p>

</O:p>
B) Por consiguiente, los Relatos a los que se otorgan los Premios del Concurso son:
<O:p</O:p
<O:p</O:p
I.- Relato Ganador: “AHORA QUE MI RELOJ ADELANTA”<O:p</O:p
II.- Relato Finalista: “DOS Y DIEZ”<O:p</O:p
<O:p</O:p
<O:p</O:p
<O:p</O:p
Y para constancia, se emite la presenta Acta, en Madrid, a 16 de Diciembre de 2008.<O:p</O:p
<O:p</O:p
EL JURADO.<O:p</O:p
 

searas

New member
Enhorabuena a los premiados, cuyas identidades o nicks supongo que sabremos pronto. La verdad es que en cuanto se pongan los relatos me voy a lanzar a leerlos.
 

ESTEBAN74

New member
Enhorabuena a todos los que habeis participado y felicidades a los ganadores.

Me he puesto serio y todo para leer el Acta de fallo del jurado :he:.

Saludos.
 
Aqui toy, finalista

Pues que estoy más contento que un adulto con reloj nuevo.:party::party:

Una curiosidad sobre el relato, la joyería, la rotura del escaparate y la venta de un Cauny el 15 agosto del 59 son reales, el resto parte invención y parte biográfico.

Espero que os guste, es la primera vez que gano algo así.

Un abrazo a todos
 

Murdock_es

New member
Mis felicitaciones al ganador y finalista y mis felicitaciones a Pedro y al equipo de FdR por la iniciativa. Muchas gracias por haberme animado a escribir otra vez, y aunque no he ganado, lo importante ha sido la diversión que he tenido escribiéndolo. Queremos leer los relatos ya!!:guay:
Un abrazo y Feliz Navidad
 

garrote

Cronos Dios del Tiempo
Enhorabuena a los ganadores, y mi felicitación al equipo de FdR por crear tan distinguido premio
un jurado de ALTO NIVEL, unos premios estupendos cedidos por MIGUEL RODRIGUEZ y PEDRO IZQUIERDO, que mas podemos decir...unos foreros magnificos... no hay otro foro de relojes con este nivel

:great::party::party::party::party::great:
 

Rafael Sevilla

New member
Que los participantes publiquen sus relatos...

Pues eso, que los participantes se animen ya a publicar en este mismo hilo sus correspondientes relatos. Al tenerlos grabados en sus ordenadores, será más sencillo para ellos hacer un "copiar y pegar" y postearlos que tener que teclear los relatos en base a los originales recibidos en papel.
Venga, ánimo y ¡¡postead ya vuestros magníficos relatos!!, seguro que los cinco son magníficos. Estamos todos impacientes :yipi::yipi:
Gracias a todos los participantes y enhorabuena a los ganadores. :party::party:
 
Relato finalista

Ahi va, espero que os guste:


Dos y diez​

Dos y diez. Se acaban las clases y la semana. Al fin viernes, hora de volver a casa, hoy, a la de los abuelos.



Desde que recuerdo, cada viernes, mi abuelo me espera a la puerta del colegio. No donde están todos los padres, sino un poco separado, hacia la mitad de los soportales, donde no se agolpa tanta gente. Apoyado en el muro de piedra aguardaba mi beso de bienvenida, siempre con la gabardina, el periódico y el paraguas en la mano derecha. La izquierda era para mí, aunque ya no tenía edad de agarrarla, pero me gustaba hacerlo. Solía estar fría, salvo en otoño, cuando llevaba premio, entonces, nada más rozarla, dejaba caer una castaña, la estufita, como él la llamaba, en la mía. No os podéis imaginar a qué sabía esa castaña. Sé que escogía la mejor del cucurucho, grande poco tostada y fácil de pelar. Después, cuando yo la abría, un aroma dulce y penetrante ascendía con el humo y me hacía aspirar cerrando los ojos. Siempre pensaba que era como estornudar, nunca puedes hacerlo con los ojos abiertos, esto tampoco. Miraba al abuelo, le sonreía con complicidad y tirábamos para casa.



El camino era corto, y lo recorríamos con pereza, disfrutando del paseo y de la conversación. Muchas veces hablábamos de fútbol, preferentemente del Depor y el Real Madrid, fichajes, cesiones, lesiones, pases, goles y declaraciones de los protagonistas que analizábamos con el fervor que en este tipo de temas pone todo españolito enamorado del balompié, sacando siempre ese seleccionador que cada uno llevamos dentro. Pero en ocasiones, por cualquier motivo imprevisto, salían otros temas y el abuelo me sorprendía con una historia tan sorprendente como inesperada, que dejaba al descubierto un, para mi desconocido, fragmento de su pasado. En la calle San Nicolás, justo frente a la iglesia, se me desató un zapato y paré para rehacer la lazada y evitar traspiés. El abuelo me esperó a unos metros, mirando un escaparate. Parecía distraído, con la mirada perdida en las pequeñas joyas que se exhibían en él. La luz desprendía calor y daban ganas de pegar la punta de la nariz al cristal y calentarla. Cuando estaba a punto de hacerlo el abuelo volvió a coger mi mano y tiró de mí para continuar camino. Es tarde, la abuela debe de tener la comida en la mesa enfriando, sigamos para que no nos regañe. Continuamos camino y sin demasiado interés le pregunté que miraba. Tomó aire, suspiró y comenzó a hablar.

Cuando tu abuela y yo éramos novios, solíamos pasear por aquí por las tardes. Nuestras familias eran humildes y no solíamos pararnos a mirar escaparates de joyerías, sabíamos que era perder el tiempo, y en aquellos días, muchas cosas no te dejaban soñar. Un día alguien rompió ese mismo escaparate, al que pegabas la nariz hace un momento, y tras repararlo pusieron en él un guardia enorme dando el alto. Llamó tanto la atención de la abuela que nos paramos a verlo. Y allí, a sus pies, había un pequeño reloj de pulsera que cautivó a esa chica igual que ella me había cautivado a mí, calladamente, día a día. Desde entonces, cada vez que pasábamos por delante, sentía un pequeño tirón en la muñeca que dirigía mis pasos hacia el guardia. Realmente funcionaba eso de dar el alto. Sus ojos iban directos a aquella pequeña pieza, delicada, coqueta y modesta como la que lo contemplaba. Se le iluminaba la cara y me indicaba virtudes inéditas que ella consideraba fundamentales. Lo adecuado de su tamaño, lo ligero que parecía, lo bien que iría con todo porque era sencillo y elegante, a la par destacaba sus cualidades prácticas: la esfera clara, los números bien visibles y las agujas finas, lo que, para tu abuela, daba mayor precisión. Se fijaba en el más que en mí, siempre le regalaba un piropo y no faltaba día que lo visitara, me dirás que no era para celarse un poco. Finalmente acabamos bautizándolo como “su novio”.

Meses después, un 14 de agosto, me decidí a entrar y preguntar su precio. Don Antonio me atendió muy amablemente, me conocía perfectamente, a mí y a mis padres, eran de la edad, habían ido juntos al colegio, crecido en el mismo barrio y sabía de nuestras posibilidades, pero no se notó en el trato, me hizo sentir todo un caballero. Me ofreció la pieza para observarla de cerca y no mencionó precios. Tenía muchos más relojes pero no los mencionó. Me concedió tiempo y silencio para contemplarlo. Realmente la abuela no se había equivocado, era como su espejo, aun ganaba en las distancias cortas. Tras unos minutos y para evitar la tensión de la situación Antonio comenzó a hablar y la conversación fue poco más o menos esta:



- No he podido evitar fijarme en que María se para muchas veces a verlo.

- Se que le gusta, hasta bromeamos con que es como su novio de tanto que lo visita, pero …

- Si, no me lo digas, llevas razón, lleva tanto tiempo en el escaparate que ha perdido algo de brillo y color.

- No, no era eso.

- Quizás no, pero no deja de ser cierto. La verdad es que ya tengo ganas de cambiar el escaparate y sacar del medio ese guardia, come mucho espacio para la mercancía.

- Pues a María le gusta y dice que es un buen reclamo, de hecho fue él el que hizo que nos acercarnos por primera vez.

- Pero si te llevas el reloj, ella ya no vendrá a verlo y el guardia se pondría triste, así que mejor no hacerle pasar por ese sufrimiento. Bromeó Antonio.

- Ya me gustaría a mi, y darle esa alegría, pero no sé yo si será posible.

- Pues tonto serías, como ya te he dicho, está un poco deteriorado y eso hace que tenga una buena rebaja. Si no es indiscreción Pepe ¿tu cuanto ganas?

- No por Dios, Antonio, unas 800 pesetas al mes.

- Y si te digo que por 100 te lo llevas

- Te quedas conmigo, he visto que es un Cauny, y estos suizos se pagan.

- ¿Tú lo quieres?

- Pues claro.

- Me imagino que será para su santo, así que te preparo para esta tarde, y tú traes los 20 duros.

- Antonio no te estarás quedando conmigo

- Hasta la tarde entonces que ya es la hora de cerrar



Camino a casa no me podía sacar de la cabeza el tema. Pensaba la cara que se le quedaría a la abuela, mi María con su “novio” en la muñeca, sin un cristal de por medio, lo feliz que estaría, y lo contento que estaba ya yo.



Y ¿cómo era el reloj, abuelo? Al llegar a casa mira la muñeca de la abuela y lo descubres tu mismo. Aun lo usa, a diario desde el 15 de agosto de 1959, Santa María. Pero la abuela se llama Luz. María Luz Dos Santos Rodríguez, y aunque para vosotros, aparte de abuela es Luz, para mí siempre fue María.



Luego una batería de preguntas me vino a la mente y una a una, casi sin esperar respuesta, las fui formulando. El abuelo contestaba a las que le daba tiempo, pero era mucha mi emoción, mi sorpresa por ver a mis abuelos como novios, como jóvenes con ilusiones, como personas con vida propia al margen de la mía, antes de mi existencia. Me quedo con la respuesta a mi duda sobre si el reloj la había hecho feliz, el abuelo tan solo dijo que eso era trabajo ya hecho. Ciertamente, desde hasta donde alcanzan mis recuerdos, la abuela siempre se veía feliz y contagiaba.



Llegamos a casa, rebuscó las llaves en el bolsillo y miró el reloj. Casi y media, nos caerá la bronca por llegar tarde pero eso no nos dejará sin postre. Subí las escaleras de dos en dos, dejando atrás al abuelo. Eran tres pisos y el largo tramo del portal y le dejaban casi sin respiración, claro que nadie le convencía para que dejara los cigarros. Las escaleras de madera crujían a cada salto, y su habitual olor había sido usurpado por el que provenía de los fogones de las casas a esas horas. En primero se comerían unas inconfundibles sardinas que enmascaraban lo que quiera que fuese que se cocinaba en el segundo, y en el tercero olía claramente a carne con patatas fritas. Un olor tan nítido que te hacía ver el plato. Esa carne roja y tierna, el jugo amenazando las patatas, doradas, crujientes, ambas tan gallegas como la abuela. En el rellano esperé al abuelo, que aun se hizo de rogar, con los jugos gástricos impacientando aun más esa espera. Entonces pensé, y tu reloj abuelo, ¿de donde salió tu reloj? Esa es otra historia chiquillo, a comer, sentenció mientras giraba la llave en la cerradura y, acalorado, se desprendía de la gabardina.



El fin de semana se hacía cortísimo. El pincho de media mañana, el cine, la partida de cartas y el dominó llenaban las horas del sábado; el chocolate con churros, la prensa y el paseo la mañana del domingo y el fútbol acaparaba la tarde. Mientras, la abuela nos mimaba con la magia de sus fogones y sus detalles.



La vuelta a casa solo se sobrellevaba con la idea de que cinco días después todo volvería a comenzar. Y así sucedió durante años, hasta que un buen día llamé a mi abuela y le dije que ese viernes tenía había quedado con un amigo para ir al cine, que mejor ya me acercaba yo el sábado, pero el sábado me fue imposible, el lunes empezaba los exámenes y tenía que estudiar, lo que se extendió al domingo y al siguiente fin de semana. Después empezaron las salidas con los amigos, las chicas y todo lo que conlleva la adolescencia.



Nunca fui consciente del paso del tiempo, de las oportunidades perdidas, de los momentos que no vuelven, del desencuentro entre un reloj recién puesto en marcha, y otro que ya está en la cuenta atrás.



Un buen día salía de la facultad y me pareció oler a castañas, miré a mí alrededor y solo había un ir y venir de estudiantes. Miré el reloj y eran las dos y diez, uno de esos momentos en los que la agujas se alinea y yacen juntas un instante. Volví a los viernes de mi infancia y deseé llamar al abuelo. El sonido del móvil me distrajo. Mamá. Le temblaba la voz, hablaba muy lento. La conversación fue muy breve. Ven a casa hijo, tu abuelo ha muerto. ¿Estás bien? Sin esperar respuesta colgó.



Me senté en un banco y me quedé inmerso en ese olor a castañas, impactado por la noticia. Los recuerdos vinieron rápidos y brotaron imparables dos lágrimas gordas que resbalaron hasta caer en la esfera del reloj. Seguían siendo las dos y diez.



Es viernes y tengo apenas cinco minutos para llegar a la puerta del cole a recoger al nieto. Miro el reloj de mi muñeca izquierda y son las dos y diez, como siempre. Hace más de 50 años que ese reloj no se mueve, que esas agujas se unieron para no despegarse. Consulto el de la otra muñeca que si va al minuto y si, efectivamente, son las dos y cinco, tengo que apurarme. Paso corriendo por delante del castañero y como en un relevo me entrega el cucurucho de siempre, ni una palabra pero nos entendemos. Llego a los soportales y me paro, coloco la gabardina y el periódico, rebusco en el lote y tomo la mejor castaña, la guardo en la mano izquierda para que conserve el calor, me apoyo en el muro, siento el frío de la piedra y espero.
 

7750

New member
Fin de la cuerda

FIN DE LA CUERDA

Era un reloj de pared, estaba frente a su cama, con el dial blanco y los números negros. El segundero era rojo, hacía un otic-otic, no el clásico tic-tac. Él se movía despacio entre las sábanas, se acomodaba a cada rato para continuar contemplándolo, aunque no podía dejar de suspirar, entonces torcía la cabeza sobre la almohada y apartaba la vista unos minutos. Cuando no había nadie en la habitación, se esforzaba en mirar las agujas, trataba de apreciar un movimiento que siempre le pareció imposible para el ojo humano. Muchas veces en su infancia había observado el reloj del salón de la casa de sus padres, cómo unas manecillas que estaban quietas se iban moviendo sin que nadie lo viese. Nunca creyó en la magia, pero sí en aquellos artilugios, que desde entonces le parecieron maestros de la discreción. El segundero era para disimular, pensaba, y nunca quiso un artefacto indiscreto, tenía que pasar desapercibido. El reloj de cuco lo heredó su hermana, de todas formas ella siempre había querido más a la abuela.
El siguiente suspiro le hizo cerrar los ojos, un calorcito reconfortante le aliviaba todo el cuerpo. Oyó los pasos de la enfermera, pero le fatigó la idea de mirar hacia la puerta, verla pasar, uno de los acontecimientos del día, aunque no siempre era la misma, reconocía su forma de pisar, y a pesar de ello todo amaneció torcido desde muy temprano, esa mañana las mujeres que fueron a asearlo llegaron tarde, y después, en la comida que trajeron tocaba caldo de pescado. Allí era muy insípido, no era zarzuela precisamente, la última la probó en Navidad, y la siguiente no sabía. Y ese condenado reloj, ignoraba si iba atrasado o adelantaba, porque hacía tiempo que no llevaba el suyo, y confiar en él era hacerlo en el desconocido que lo puso en hora. De repente, del último cabezazo sobre la almohada, se sobresaltó al ver a un tipo parado en el umbral. Unos rasgos cadavéricos, la nariz huesuda, piel sobre el cartílago, y la cabeza rapada, iría al uno, si no fuese por esa sonrisa solícita, de pariente cercano que a uno le resulta lejano porque no lo ve desde hace demasiado, pero él no conocía a ese tipo de nada, estaba seguro. Completamente. Delgado que daba pena, con traje negro de rayas, camisa oscura, sin corbata. En una película del oeste habría resultado el enterrador, pero hasta ese momento no hubo duelo, de los de tiros, pensó, y fue la primera vez que sonrió ese día. El tipo de la puerta lo interpretó como si asintiese y entró en la habitación.
—¿Se puede? —Y antes de que dijese nada ya había entrado.
—¿Quién es usted?
El tipo se acercó a la cama y tomó asiento en el butacón de poliéster más próximo, el que había en el otro extremo del cuarto estaba vacío, y la cama de su lado recién hecha. Está usted solo, dijo, y advirtió que desde ese momento podrían ser dos vacías.
—Ya ve, ¿qué quiere?
—Querer, no quiero nada— y sonrió jadeante, como si el pecho no le diese de sí lo suficiente para poder inspirar.
—¿Ha subido por las escaleras? —Y la respuesta del tipo fue una sonrisa, mientras respiraba entre los dientes— ¡Aquí hay ascensores, oiga!
—Pero hay mucha gente, mucha gente.
—¿No le gusta?
—Mejor cada uno en su momento.
El silencio se hizo tan tenso que los jadeos de aquel tipo fueron lo único que sonaba en el cuarto, hasta espaciarse tanto que el otic-otic volvió de nuevo. El tipo del traje miró al reloj, mientras él seguía en la cama, esperando oírle apostillar su comentario. Vaya trasto, dijo mientras lo miraba. En realidad era de plástico, funcional, servía para dar la hora, resistente, números grandes, ideal para mirar moverse sus agujas, aunque de noche fuese más complicado.
—¿Hubiese preferido que fuese médico?
—¡Yo no sé quién es usted!
—¡Oh, vamos! Lo de la guadaña es un mito, hombre.
—¿Qué guadaña? —Silabeó.
El bienestar del calorcito reconfortante comenzó a diluirse, y un sabor amargo como la adrenalina le empalagó la boca. El tipo le miró desde el butacón, y entonces pareció rehacerse con la autoridad de un médico, uno de los que sabe diagnosticar cosas que otros no saben.
—¿Qué va a pasar?
—Nada. Esperaremos a la hora exacta.
—¿Qué hora? Quiero ver a mi familia.
—Créame que es mejor ahorrarles el momento preciso.
—Ese reloj es viejo —espetó—. ¡Vulgar! Es un reloj cualquiera, quizá ni dé bien la hora.
El tipo miró el reloj y estiró su brazo izquierdo para dejar salir el suyo, que le ceñía la muñeca. Luego miró la pared y dijo que era el reloj más vulgar del mundo, pero que seguía tan fino como el mejor.
—Quizá sea el mío, no crea. No es muy preciso, pero es duro.
—¿No es puntual? ¿Y la hora exacta? ¿De qué infierno vino?
—¡Hombre!
—¿Y en el cielo cuál llevan? —Arrugó el gesto con rabia.
—Del otro lado sólo lo uso yo, medir la eternidad es aburrido.
—¿Por qué justo ahora? —Suplicó de nuevo.
El tipo le miró con lástima y volvió al reloj de la pared. El segundero iba dando saltitos, le salió decir que era de cuarzo, pero aún notaba los ojos clavados de aquel hombre, y sólo dijo que todo estaba fijado desde el principio de los tiempos, y su hora desde hacía sesenta y ocho años. Le miró de reojo, buscó algo en él para escapar de aquello, unas veces resultaba más incómodo que otras, y ésta era tensa, el hombre estaba consciente, el tipo se sintió torpe, pero el trabajo era masivo. Al fin vio algo, no llevaba nada en la muñeca.
—¿No usa reloj?
—Tengo uno ahí enfrente — contestó clavándole los ojos.
—Pues a mí me encantan todas esas piececitas mecánicas.
—El mío es de pilas.
—Ya.
—Si tengo que esperar lo suyo, prefiero uno de arena.
—¡Hombre! Tampoco… Los hay muy buenos ¿eh? Justos, precisos.
—Como el suyo.
—Pensaba que le gustaban los relojes.
—Los he visto mover las agujas.
—Sí, yo creo que es mejor que no tengan segundero.
—Peor –se miraron el uno al otro, sin respirar, hasta que el hombre de la cama habló de su reloj—. Me lo dio la empresa, cuando me jubilaron. Ahora lo lleva mi hija.
Pero ella empezó a usarlo porque estaba olvidado en un cajón, él no dijo nada, mejor que lo usara alguien. Seguía siendo su reloj, de cuarzo, negro, con tres esferas. En algún lugar las agujas seguían corriendo por el dial, le echó en cara al del traje oscuro que si el tiempo era cuestión de relojes, el suyo lo tenía su hija, y era preciso. Aunque las horas, minutos, segundos, que corrieron por la muñeca del padre, apenas fueron la tarde posterior a la comida de jubilación, sin su asistencia, se lo llevaron otros, que sí celebraron la propia, lucían el mismo modelo. La correa de caucho se domó a la muñeca de ella, y las marcas del bisel fueron provocadas por sus movimientos descuidados, pero el reloj seguía siendo suyo, todavía no había tenido ocasión de compararlo con el otic de la pared, y se mantenía obstinado que no era de fiar.
El tipo optó por callar. A las once sonó un carro en el pasillo, una voz que ofrecía un yogur, una tila, un zumo, pero el hombre no contestó. El del carro insistió otra vez, y no dijo nada, se encontraba de medio lado, de espaldas a la puerta, con la cara escondida contra la almohada. El otro entró en la habitación, se detuvo junto a la cama, y le dio una palmada en un pie. ¿Un yogur? Al fin negó con la cabeza, un gesto lento. El del carro apagó la luz, dejó al tipo en la penumbra, con el otic-otic cada vez más sonoro. El hombre continuó mirando el reloj desde la cama, y vuelta tras vuelta, la aguja del segundero parecía más lenta. El último otic-otic llegó a las tres y media de la madrugada, y el siguiente segundo resultó más largo, hasta convencerse de llevar demasiado tiempo conteniendo la respiración, a la espera del otic que no acababa de llegar. Un regusto agrio se le hizo en la garganta, todo se volvió brumoso, sólo entonces aceptó que la aguja se había detenido.
—¿Ya está?
—¿Ya?
—¡Se ha parado!
—El mío no —el tipo del traje de rayas se levantó y miró su reloj. Sacó otro del bolsillo, y extrajo la corona hacia fuera. La movió hacia abajo, luego arriba, y miró de nuevo el de su muñeca. Introdujo la corona y empezó a darle cuerda —. El de la pared es de cuarzo.
El hombre no dijo nada, le vio llevárselo al oído y sonreír, después lo alzó y lo contempló con admiración. El tipo extendió el brazo y le ofreció el reloj, pero el hombre no reaccionaba, e insistió con la mano. Es suizo, le dijo de modo conciliador. Y lo cogió muy despacio, sin dejar de mirar al tipo cadavérico.
—No olvide darle cuerda cada día.
—¿Qué?
—Que nos volveremos a ver, cuando su memoria falle o rompa la cuerda, lo que ocurra antes.
 

Murdock_es

New member
Tres minutos de la vida de un canalla (Por Pedro Úbeda, aka, Murdock_es)

Una gota de sudor frio se deslizó de su frente por el lateral de su prominente nariz hacia sus labios y se estrelló entre sus piernas. Sentado en una silla de madera de roble viejo con un respaldo algo más alto de lo normal que envolvía cálidamente su cuello, su corazón le estallaba en el pecho. Miraba a su alrededor desconcertado intentando encontrar los ojos de alguien que pudiera ayudarle a salir de esta pesadilla.

Un viejo reloj de pared marcaba las cinco menos tres minutos. Tres minutos sólo para las cinco, ¡qué ironía! Aquella figura del toreo, que tantas veces había iniciado el paseíllo a esa hora para quitarle la vida a su contrincante en el ruedo, iniciaría un viaje sin retorno hacia el otro lado, en la hora de sus triunfos.
Su vida empezó a circular en imágenes, por sus ojos, a velocidad de vértigo, los éxitos en la Monumental de las Ventas de Madrid, la cerveza, las salidas a hombros, el champan, las ocho cogidas de toro, el whisky, los más de cien puntos que adornaban su ajado cuerpo, la coca, las infinitas juergas corridas con tantas mujeres distintas a la suya. No era capaz de recordar cuando había empezado a perder el control de su vida.

Aquí estaba sentado esperando que llegaran las cinco. Aquel reloj de oro que, su Gloria Bendita, como a él le gustaba llamarla, le había regalado cuando cumplió cuarenta años, le apretaba fuertemente en la muñeca y le cortaba la ya maltrecha circulación sanguínea. Si hombre, la misma Gloria que trajo al mundo a su prole de cinco hijos a los que no había visto crecer. Claro es que la temporada en las Américas tenían la culpa de esto, tanto viaje, tanta comida, tanto exceso, tanto tiempo fuera de su casa, tanta golfa…

Su Gloria Bendita le esperaba siempre sumisa y fiel a su regreso de sus triunfales campañas toreras por España, Méjico, Perú, Guatemala, Ecuador y el sur de Francia. Pero Carlos Benítez y Vargas, “El Beni”, siempre pasaba primero con la cuadrilla a correrse la última juerga en la casa de citas de Doña Jacinta Villacorta Viuda de Sánchez-Pacheco. “Anda chaval, corre a mi casa y dile a mi Gloria Bendita que todo ha salido bien, que tú te has adelantado y que yo llego mañana por la mañana”

El Chaval, un joven novillero, promesa del toreo, encaminaba con paso cansino hacia la casa de El Beni, imaginando e inventando excusas que no hicieran sufrir a Gloria.

Quién podría decir que aquella mujer cincuentona había alumbrado cinco hijos y se la habían malogrado dos más, abortos sietemesinos. Era una mujer bandera de pelo azabache largo, ojazos negros de interminables pestañas, nariz respingona, labios carnosos, un lunar provocador en la comisura de la boca y un color de tez agitanado que la hacía, si cabe, mucho más deseable.

Al Chaval le temblaban las piernas y enmudecía cuando Gloria abría la puerta y mirándole con desesperación le decía –“Otra vez más ¿No? Otra vez que no viene a dormir”. Sus ojos se tornaban húmedos aunque su orgullo no la permitía derramar una sola lágrima. –“En fin, Dios proveerá, ¡gracias Jorge!, hasta la próxima”. Entonces le tomaba con ambas manos la cara y le besaba dulcemente en la frente con sus labios carnosos.

Ella era la única persona del entorno que le llamaba por su nombre, para el resto era “el Chaval”. Este gesto, potenciaba de forma intensa el atractivo de aquella mujer. Jorge la amaba locamente en silencio.

Gloria se acostaba después, sin cenar, como siempre, y temblaba en la cama sabedora de lo que vendría después. El Beni, haría su entrada triunfal, oliendo a alcohol y a perfume barato de burdel. Se desnudaría, se metería en su cama y una vez, sin pedir permiso, abusaría bruscamente de ella, dejando su cuerpo tatuado con los signos del maltrato. ¡Maldito Cabrón!
A la mañana siguiente, como si nada hubiera ocurrido, la besaba con cariño con su boca maloliente y pastosa, le explicaba cualquier absurda escusa por haber llegado tan tarde y le colgaba un collar de perlas, que había comprado “El Chaval”, por dos duros, a un extra-perlista de la Calle Atocha. Ella lloraba por dentro una vez y otra más.
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Sólo faltaba un minuto para las cinco y a Carlos Benítez se le secaba más la boca. Pidió un trago de agua y mientras lo bebía repitió en su cerebro todos y cada uno de los pases de su última faena como torero. La tarde del quince de mayo de 1963 no se olvidará jamás en las Ventas de Madrid. El Beni cortó cuatro orejas y un rabo que no tuvieron discusión, ni siquiera para la parroquia del tendido siete.
Lo llevaron a hombros al Hotel. El torero estaba eufórico y, como todas las tardes de éxito y las que no, dispuso todo para celebrar en el lupanar de la Viuda Sánchez-Pacheco. –“Hale Chaval, corre a mi casa y dile a mi Gloria Bendita que como he triunfao, el Alcalde me invita a cenar en el Ayuntamiento y que llegaré muy tarde. ¡Ah!, luego te pasas por el compra-venta de la ronda de Atocha y le compras a mi señora una pulsera de brillantes, pero de las caras, lo mejor pa’ la madre de mis hijos”
-“Pero Don Carlos, yo,…”
- “Ni pero ni pera, toma doscientos duros y te quedas con el cambio. Chico, no te olvides de llevarte los estoques a mi casa, que ya les hace falta una afilao”

Jorge, no lo aguantaba más, le contaría la verdad esa noche a Gloria. No podía verla sufrir de esta manera. Ninguna mujer merece ni este ni ningún castigo y menos Ella. El Chaval estaba decidido. La ayudaría a huir a Francia, lo tenía todo pensado. Los duros que le había dado El Beni, servirían para comprar los billetes para Toulouse y podría sobrevivir al menos tres o cuatro meses con sus pequeños ahorros. Mientras tanto, buscaría un buen trabajo que les permitiera vivir felices lejos de aquél canalla.

Tras comprar los billetes en la estación de Atocha, subió con paso acelerado por la Cuesta Almoyano hasta Alfonso XII y cruzó medio corriendo el parque del Retiro, que estaba a punto de cerrar sus puertas a las veinte horas como todas las noches.

Los Señores de Benítez vivían en el cuarto izquierda de una nueva casa en el 27 de la Avenida de Menéndez Pelayo, con unas vistas fantásticas del Retiro. Gloria, había estado oyendo toda la tarde la radio. Don Matías Prats padre había narrado con su mejor elocuencia las faenas del que era su torero favorito, El Beni. Aunque toreaba en las Ventas de Madrid, Gloria sabía que él, una vez más, no vendría ni a cenar ni a dormir.

También sabía que Jorge, ese apuesto chaval gitano, promesa del toreo, que le llevaba las espadas a su marido, llamaría a su puerta antes o después, y con ojos apesadumbrados y sin abrir la boca, le diría sin palabras que su marido la volvería a maltratar otra vez más.

Pero Gloria había decido que esta vez sería diferente. Al terminar la corrida, abrió los grifos de oro de su bañera, la llenó de agua caliente y sales de baño y se relajó escuchando la novela que emitía, como todas las tardes, Radio Intercontinental de Madrid. Tras el baño, untó su cuerpo con aceites perfumados y sacó del fondo del último cajón de su cómoda alfonsina un corpiño con encaje negro, un liguero y unas finas medias de seda negra que le cubrían algo más de medio muslo. Se sentó en su cama de caoba con dosel y con la parsimonia y ceremonia de un torero empezó a vestirse con las prendas que había preparado.

Había guardado este atractivo atuendo para el día en que su marido decidiera celebrar con ella sus éxitos o fracasos en vez de con las fulanas y menganas de la casa de la Viuda Sánchez-Pacheco. Pero esta noche, no sería para él.

Gloria se recogió un moño que mostraba tanta luz en su cara que alumbraba por completo la estancia. Finalmente se cubrió con un quimono corto de seda blanca y unos cuantos toques sutiles de perfume caro francés.

De esta guisa se sentó a esperar en la mesa camilla de la sala de estar con la mirada perdida por el balcón hacia las verdes copas de los árboles centenarios del Retiro.

Jorge subió las escaleras de tres en tres hasta llegar a la puerta de su amada y tocó el timbre de forma discreta. El corazón se le salía del pecho y las piernas le temblaban, aunque esta vez por motivo distinto. Esta vez no se quedaría callado ante ella.

El sonido del timbre despertó de sus pensamientos a Gloria y sus manos empezaron a sudar. Sin querer demostrar su ansiedad, se incorporó, se colocó la bata para mostrar gentilmente su generoso escote y se secó las manos con un pañuelo que sacó del copete de su sostén donde lo volvió a guardar. Con paso firme pero tranquilo se dirigió por el largo pasillo hacia la puerta principal de la casa.

Abrió la puerta y tras ella apareció Jorge sofocado, sudoroso y despeinado. La excitación y agotamiento por la carrera desde la estación de Atocha sólo le permitió balbucear algunas sílabas sin sentido aparente.

Con infinita ternura, Gloria tapó la boca de Jorge con dos dedos y negó con la cabeza, como indicándole que no hacían falta explicaciones. Sacó de la copa de su sujetador el pañuelo y enjugó el sudor de la frente del joven con mucha suavidad. Colocó el pañuelo en su sitio y cogió la cara de Jorge con ambas manos en las mejillas en un movimiento que a Jorge le resultaba desgraciadamente muy familiar.

Él, que tan meticulosamente había preparado su discurso y la huida a Francia, se sintió hundido y fracasado. Volvería a pasar lo de siempre, el beso en la frente, “Dios proveerá” y un lacónico “Gracias Jorge y hasta la próxima”.

Resignado, inclinó la cabeza hacia adelante para acercar la boca de ella a su frente y recibir su maternal beso que desmoronaba completamente su plan. Asiéndole firmemente con ambas manos, Gloria le levantó la cara y con lágrimas de alegría en sus ojos juntó los labios con los del joven novillero. En un abrazo y beso eterno ambos rompieron a llorar bajo en el marco de la puerta. La pasión se desbordó.

Él la colmaba de besos por doquier que ella no recordaba jamás haber tenido antes. Nunca nadie la prestó tanta atención en el amor. Los encuentros y embestidas a lo largo del pasillo, mientras se desnudaban mutuamente acabaron con un jarrón y con la colección de figuritas de porcelana china de la librería del salón. ¿Y a quién le importaba eso?

No sin dificultad por la pasión a la que se habían entregado y desnudos aterrizaron en la cama gigante de caoba, dónde sin mediar palabra y borrachos por los olores, se besaron en cada centímetro de sus cuerpos y se amaron hasta caer exhaustos y dormidos abrazados.
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El reloj de la pared marcaba las cinco y sonó la primera de las campanadas. El Beni dió un respingo en la silla, había llegado la hora. Su cuerpo empezó a temblar. Una profunda voz, castigada por el orujo y el tabaco le susurró al oído – “Venga maestro, que hemos toreado en peores plazas”.
El torero miraba con ansiedad un teléfono tipo góndola de baquelita negra y dial giratorio transparente con números blancos que estaba clavado a la pared. Este teléfono le recordaba el que había anclado en la pared del pasillo de su casa y que tantas veces había tirado cuando entraba borracho a su casa oliendo a perfume de pachuli. Recordó la noche de su último triunfo…

Al abrir la puerta de su casa tropezó con la maleta de sus estoques y espadas que, siguiendo sus instrucciones, había llevado el Chaval a su casa y tiró el teléfono de góndola negro anclado en la pared. Mando callar al teléfono para que no despertara a su Bendita, se descalzó para no hacer ruido y maldijo la sombra de su ayudante por no haber vuelto al burdel con la pulsera de brillantes.

El Beni se tambaleo por el pasillo sin reparar en la colección de lencería fina y ropa de hombre esparcida por toda la casa. Al llegar a la sala de estar pisó un trozo de porcelana china y se cortó un pié. Rugió tapándose la boca para no despertar a su mujer y poder sorprenderla por la espalda como otras noches. Se desnudo al pié de la cama y al levantar la vista los vio juntos abrazados y con semblantes de felicidad.

Aunque la sangre le hervía en las venas, supo contener los nervios de la misma forma que tantas veces se había puesto delante de un toro. En silencio corrió hacia la puerta de la casa y desenvaino de la maleta de estoques, una espada de matar.

Cuando volvió al dormitorio, el Chaval ya no estaba en la cama. La presión en su vejiga le había llevado al cuarto de baño. El Beni ni se había dado cuenta de ello, la ira hacia Gloria le cegaba.

Ella yacía boca abajo sin ropa y mantenía lo que pare él era una cara de insultante felicidad. Desnudo y con la espada en la mano derecha, se dispuso a ejecutar la suerte de matar. Apuntó como tantas veces y se abalanzó sobre ella clavando el estoque hasta la empuñadura y atravesando su corazón por la mitad. Después se abrazó a ella y rompió a llorar.
- “Maestro, maestro, que ha hecho usted, me la ha matado, asesino, la has matado, hijo de puta”
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Eran las cinco ya pasadas en el reloj del presidio de Carabanchel cuando sonó el teléfono de góndola en la sala. El funcionario asintió después de escuchar con atención unos segundos y colgó

- “Don Carlos Benítez y Vargas, ha sido usted condenado a muerte por el Tribunal de Justicia Superior de Madrid, por el asesinato de Doña Gloria López de Benítez. Todas las alegaciones han sido rechazadas y según me acaban de informar del Pardo, su excelencia el Jefe del Estado, no ha concedido el indulto. En consecuencia con lo anterior, hoy cuatro de abril de 1964 a las diez y siete horas y un minuto vamos a proceder a ejecutar la sentencia. ¿Desea usted decir algo?
- “Mi Gloria Bendita, ya voy a reunirme contigo”
- “ Señor Verdugo, proceda por favor”

Con la habilidad de un carterista de la Plaza Mayor, el verdugo distrajo el magnífico reloj de oro CYMA, que el Beni llevaba en su muñeca y lo escondió en su chaqueta de pana. Colocó sobre la cabeza del torero una capucha de tela negra y le susurró al oído con una castiza y castigada voz – “Gracias maestro por tantas tardes de disfrute y gloria. No me guarde usted rencor por esto, no se trata de nada personal”

El verdugo miró al funcionario quién le espetó –“Proceda”. Con un rápido movimiento de muñeca el ejecutor giro la barra que activaba el mecanismo del garrote vil. Un chasquido seco y violento certificaba la dislocación de las cervicales del torero y su irremediable muerte. Mientras el médico certificaba la defunción el suelo se llenó de orina de El Beni.
Tras el cristal tintado de la sala de ejecuciones aquel chaval que nunca volvería a serlo, esbozó una amarga sonrisa de venganza.
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A la mañana siguiente, en el cementerio de la Almudena, en la tumba de su amada, Jorge depositó un enorme ramo de rosas rojas. –“Descansa mi amor, nunca más te volverá a molestar”.

En su muñeca izquierda un precioso reloj CYMA de oro rosa con una inscripción que rezaba “Para mi torero de su Gloria Bendita”
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A todas las mujeres maltratadas del mundo
Para que todas encontréis a vuestro Jorge y podías huir a Francia con él.
¡Tolerancia Cero!

Por cierto, Pedro Úbeda, el pseudonimo utilizado, era el nombre del padre adoptivo de mi padre, y al que todos siempre consideramos abuelo.

Un abrazo y FEliz Navidad
 
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